La partícula espiritual, de Gabriel Magalhaes en La Vanguardia
No es necesario un millonario acelerador de protones para comprobar que, en el viejo átomo de Occidente, falta la partícula espiritual. Sin ella, la economía funciona como un interminable canibalismo de egoísmos e intereses. Y es su ausencia lo que se nota en el vacío inquietante de muchos de nuestros políticos. Hemos realizado el proyecto de una sociedad sin Dios, y resulta que ello equivale a sumergirnos despacio en un pantano de problemas. Sin música de fondo divina, Occidente será una infinita pesadilla.
El primer error es creer que nuestra espiritualidad, de base cristiana, vale lo mismo que el culto de Osiris o la adoración a Baal. Muchos creen que se trata de una superstición entre supersticiones. La verdad es que estas prácticas religiosas antiguas han desaparecido, y la espiritualidad occidental sigue viva desde hace miles de años, cuando un pastor llamado Abraham tuvo experiencias transcendentales.
Y ello ocurre porque se trata de una fe que busca sinceramente la verdad. Los profetas pagaban con el desierto su valentía de afirmar verdades. Y el laboratorio de un científico no es más que la continuación de esta aventura. Por eso, en la épica de la investigación, inmediatamente salta la metáfora mística, como ha ocurrido recientemente con la llamada partícula de Dios. Decir búsqueda de la verdad es decir, también, deseo de belleza. Desde los ensueños zoológicos de las cavernas hasta hoy, pasando por los salmos de David y el Partenón helénico, el arte se acerca a lo absoluto a través de la sensibilidad. Como dijo Pessoa: “Ya han visto a Diosmis sensaciones”. Efectivamente, se puede ver o entrever lo divino en tantos cuadros, tantos versos, tantos planos de cine, tantas composiciones musicales. Hasta los lienzos más áridos deMondrian ponen una vidriera etérea en nuestra mirada.
El tener fe consiste en discutir con Dios: la más interesante conversación de nuestra vida será la que mantendremos con Él. Negarlo con frecuencia es un modo de encontrarlo. En el mapa de lo humano, la rosa de los vientos divina es indispensable. Olvidar a Dios porque nos creemos muy avanzados es tan absurdo como desconocer el alfabeto porque poseemos ordenadores.
Además, la espiritualidad occidental está marcada por un profundo deseo de amor. Un cristiano es un ciudadano del amor. Y la izquierda, en el fondo, consiste en una impaciencia de ese mismo amor: ante la lejanía de la felicidad en el otro mundo, se alzó la generosa herejía de querer concretar esa ventura en este lado de la realidad. No hay revolución mayor que descubrir nuestra propia eternidad: nada libera más que saberse uno destinado a la democracia absoluta de existir para siempre.
La tradición de Occidente es esta aventura espiritual, sea en su forma canónica, sea en su forma herética, o incluso en su modalidad irónica. En los últimos treinta años, por primera vez, hemos intentado la creación de un mundo sin espíritu. La idea era instaurar esa granja de prosperidades a la que llamamos sociedad del bienestar, y en la cual ejerceríamos todos de poderosos sementales. Un proyecto atroz que ha transformado la ciencia en un negocio o un pretexto de carreras académicas, la filosofía en un enorme silencio y el arte en un simple ajedrez comercial.
Lo curioso es que, ahora que cada uno ya estaba instalado en su establo, nos dicen que no hay pienso. Y al final parece que nuestro destino será tirar del carro, con esa libertad triste de los bueyes, que se reduce al balanceo lírico de la cola. Occidente sin espíritu resulta una pura inoperancia. Ante el descalabro inminente, en Portugal se ha generado algo que debemos llamar reglamentarismo. Se trata de crear muchas normativas, muchos sistemas de evaluación, para intimidar a la población. Pero esos reglamentos no son más que un intento de que el vacío funcione. Una pura pérdida de tiempo. Lo más práctico sería darle a la ciudadanía la posibilidad de descubrir el horizonte interminable de su alma. Lo mejor sería admitir de una vez que una sociedad sin telón de fondo espiritual es un callejón sin salida.
¿Tendremos la humildad suficiente para reconocerlo? Resulta agotador ver a los economistas discutiendo si esta crisis se parece a la de 1929 o a la de Japón en 1990. Nuestra situación es, en realidad, la de un inmenso vacío de alma que inmensamente empieza a proyectarse a nuestro alrededor. Sería necesario, con alguna rapidez, instalar nuevas actitudes en la vida pública. No las del simple monetarismo. Porque tampoco la ética funciona sin espíritu. Confesando que esta tradición espiritual también ha cometido errores, sean los de las iglesias, sean los de esas iglesias al revés de la izquierda, la verdad es que, en su conjunto, esta vida del alma ha sido y será nuestro mayor acierto.