2012/03/13

"Cultivar"

Cultivar

Queremos vivir en la naturaleza, pero en una naturaleza cultivada, la que tiene el mejor aspecto posible y no es agreste

ES| 02/12/2011 - 08:49h

Durante muchos años me he dedicado al cultivo de plantas de flor y me considero un experto en azaleas, orquídeas, hortensias y poinsettias. Últimamente he dejado las flores y me he pasado a la horticultura. He cambiado la belleza por la utilidad, en la que he encontrado otro tipo de belleza. Me siento orgulloso de haber inventado una nueva variedad de col,
y ahora estoy metido en un proyecto transcendental para la humanidad: conseguir el tomate perfecto. Soy, pues, un cultivador. También me considero un pedagogo y, pensándolo bien, resulta que ambas profesiones son iguales, aunque cambie la materia prima con la que trabajan. En un caso, las plantas y en otro, los niños. Cultura es el fruto del cultivo. Culto es el cultivado, el que no es de naturaleza salvaje. Como decía Tomás de Aquino, “el que no se deja llevar por la facilidad animal”. Yo añado: “Ni por la inercia vegetal”. Continuaré con detalles autobiográficos, porque la cordialidad que demuestran con sus mensajes los lectores de ES me anima a las confidencias. Hubo un tiempo en que me interesaron mucho las rosas y –dada mi pasión por la historia– me interesó la genealogía de las variedades que conocemos. Seguí su rastro en la pintura, en los libros antiguos de botánica y, además, encontré algunos rosalistas franceses e ingleses, expertos en arqueología botánica, que habían recuperado rosas de hace tres o cuatro siglos.
¡Qué desilusión! Eran rosas demasiado cercanas al espino originario, con pocos pétalos y un capullo que se abre rápidamente sin dejar que lo disfrutemos. El cultivo ha mejorado la espontaneidad de la naturaleza. Cuando en el Museo Antropológico de México vi la representación de las primeras mazorcas de maíz y las comparé con las que cultivo, comprendí que había habido un progreso. Las mías eran más bellas y más útiles. En la diferencia que había entre ellas no había intervenido ningún tipo de ingeniería genética, sino sólo procesos educativos –cultivadores– que habían desarrollado, seleccionado, expansionado las posibilidades que ya estaban en el código genético de las rosas o del maíz. De nuevo llego a la misma conclusión: la educación mejora la naturaleza.
Cada vez que oigan o lean la palabra mejor, les aconsejo que pregunten ¿mejor para qué o para quién? Mis mazorcas de maíz son mejores porque producen más granos, las variedades actuales de trigo son mejores porque no estallan al madurar y permiten recolectarlas, tienen más granos, son más cortas y gastan menos energía en paja, lo que les permite alimentar a más gente. El criterio es utilitario. ¿Y en el ser humano? ¿Hemos progresado a lo largo de la historia? En un chiste de La Codorniz un individuo abre una lata de sardinas y se encuentra dentro a un hombre. “¿Qué hace usted ahí?”. “Pues verá. Yo iba nadando, nadando y…”. Pues lo mismo me pasa a mí. Estaba hablándole de mis plantas, de su cultivo y me encuentro no en una lata de sardinas, pero sí en el fragor de una batalla filosófica. ¿Hemos progresado? Pues sí, pero precariamente. Es decir, sufrimos retrocesos terribles. Como cultivador, intento que mi jardín no vuelva a su naturaleza salvaje. Me apasiona su riqueza, su fuerza, pero no es humana. Queremos vivir en la naturaleza, sí, pero en una naturaleza cultivada, es decir, que ha actualizado sus mejores posibilidades, las más deseables para todos, aquellas que, una vez alcanzadas, no queremos perder. La espontaneidad es agreste. El cultivo, la cultura, la educación es la que nos hace valorar esos logros, nos vuelve críticos hacia nuestros fracasos, y nos hace estar vigilantes ante la amenaza de encanallarnos que nos acecha a todos.