2012/03/13

"Diez mil horas para ser un genio"

Diez mil horas para ser un genio

Mozart, Bill Gates o Einstein son la prueba de que la genialidad no es un don innato, sino fruto de un aprendizaje de horas

ES| 29/07/2011 - 09:30h
Wolfgang Amadeus Mozart Getty
Diez mil es el segundo número mágico de la psicología. El primero en orden de descubrimiento fue “7+(-2)”. Lo descubrió George Miller e indica que el espacio de nuestra conciencia o de nuestra memoria inmediata sólo puede albergar entre cinco y nueve datos. Un número de teléfono está justo en el límite. Luego se descubrió que nuestra inteligencia es muy astuta, y que puede albergar más información chunkineando, palabra que me gustaría lanzar, y que significa “agrupar para simplificar”. Recordar 3 y 8 ocupa dos plazas del garaje de la memoria, pero 38 sólo una. ¿Y el número “diez mil” a qué se refiere?
Al número de horas que hay que dedicar a una actividad para llegar a dominarla.
La edad me permite constatar que la psicología está sometida a modas. Hubo una época, heredera del romanticismo, en que la genialidad era un don de los dioses o de la Naturaleza, así, con mayúsculas, o de la locura. Luego, de una manera más prosaica, se atribuyó a la genética. Ahora, la balanza se inclina en dirección contraria. El esfuerzo, la tenacidad, el entrenamiento toman la delantera. La genialidad es una larga paciencia. Tal vez los primeros estudios que intentaron demostrarlo científicamente fueron los de K. Anders Ericsson en la Academia de Música de Berlín. Preguntó a los alumnos de violín excepcionales, a los medianos y a los peores cuántas horas practicaban. Los intérpretes de élite ensayaban muchas más horas. A los 20 años, habían acumulado ya sus diez mil horas. Hicieron después la misma prueba con pianistas profesionales y aficionados. Sucedía lo mismo. No había genios veloces. El neurólogo Daniel Levitin comenta: “La imagen que surge de tales estudios es que se requieren diez mil horas de práctica para alcanzar el nivel de dominio propio de un experto de categoría mundial, en el campo que sea”.
Los estudios sobre los grandes maestros de ajedrez confirman esa duración del aprendizaje. Michael Howe y Harold Schonberg han comprobado, al estudiar la precocidad de Mozart, que también cumple la ley. Durante toda su infancia y adolescencia trabajó como una mula. Bill Gates había conseguido pasar diez mil horas delante de un ordenador –lo que en ese momento era dificilísimo– antes de cumplir los 20 años. Einstein dijo: “No soy tan inteligente. Es que peleo con los problemas mucho más tiempo”. Cuando le preguntaron a Newton el secreto de su creatividad científica, respondió: “Noctedieque incubando”, dándole vueltas de día y de noche. Por su parte, la genética también se bate en retirada. No es un destino tan férreo como se pensaba. Avanza la epigenética, que se basa en el hecho innegable de que la expresión de los genes se da en interrelación con el entorno.
Es fácil comprobar que los grandes creadores tienen una colosal energía. Los antiguos los llamaban enérgoumenoi, hiperenergéticos. Todo esto me interesa mucho, sobre todo ahora que estoy revisando lo que se sabe acerca de la motivación, de la movilización y dirección de nuestra energía mental. Nuestra inteligencia es un prodigioso mecanismo para captar, elaborar y producir información. Pero vale muy poco si no está impulsada por una poderosa energía que mantenga su esfuerzo y la lance hacia metas altas y valiosas. El viejo Spinoza tenía razón: “La esencia del hombre es el deseo”. Y también la tenía el más viejo aún Agustín de Hipona: “Cada uno es lo que ama y cómo lo ama”. Sospecho que aquí está el secreto de la gran pedagogía. Todos los genios son amantes entusiastas de lo suyo... al menos durante diez mil horas.